
Salgo a buscar el pan. Entro en el ascensor pero no pulso el botón: me quedo ahí quieto, en la esquina; tal vez subiendo y bajando, si entrase algún vecino.
La cafetera hace rato que silva. Observo pero no apago el gas, no la retiro para tomar el café. Si arde observo quieto.
Luego subo a un tren que no sé a dónde va. En algún momento un revisor me pide el billete y al no tenerlo me hace bajar. O tal vez bajé porque el tren llegó a su última parada. Es de noche. No hay nadie en el andén. Se apagan las luces. Me quedo de pie, mirando, sin más.
Y ahora subo a mi coche pero nunca llegaré a esa cena. Avanza la noche y sigo sentado en mi vehículo sin encenderlo. Suena cinco veces el móvil sin que lo coja, los wasap llegan pero no lo pongo en silencio, tampoco enciendo la radio ni la calefacción.
Estoy en la parada del bus. Voy al trabajo pero no lo cogeré, dejaré que pase. Pasará también el siguiente y el otro. Uno cada veinte minutos. Sale el último y yo sigo aquí, de pie, esperando nada, haciendo nada.
Miro el horizonte con el prismático desde mi ático y observo un inmenso transatlántico lleno de cientos, tal vez miles de pasajeros. Alguien salta desde una cubierta al mar. El transatlántico prosigue su marcha. Salgo corriendo del piso, bajo las escaleras, atravieso el paseo marítimo, salto a la playa tras cruzar las vías del tren, corro mientras me descalzo y me lanzo al agua. Estará helada. La dirección que me lleva al náufrago es incierta. Quizá esté a diez kilómetros. Las corrientes me desvían, la noche me confunde, las piernas dejan de responder mucho antes de lo que me pensaba y el frío me derrota. Pero sigo nadando hacia ese náufrago sin pulsar el botón, sin bajar del tren, sin arrancar el coche, sin coger el autobús, sin apagar el gas.